sábado, 7 de febrero de 2009

Humildad (II)

Decía en la primera parte de este post que desde una perspectiva espiritual, la virtud de la humildad consiste en saber inclinarse ante la vida. En la necesidad de ser conscientes de nuestras debilidades y limitaciones en comparación con la grandeza del universo. Esa actitud nos conducirá a aceptar y reconocer nuestra pequeñez y futilidad ante aquella.

Lo que todos necesitamos y cómo ser humildes

Todos deseamos una palabra de aliento cuando las cosas no han ido bien, y la comprensión de los demás cuando -a pesar de la buena voluntad- nos hemos vuelto a equivocar. Necesitamos que se fijen en lo positivo y no sólo en nuestros defectos; que haya un clima de cordialidad en nuestro trabajo o en nuestro hogar; que se nos exija, pero con buenas formas; que nadie hable mal a nuestra espalda; que haya alguien que nos defienda cuando nos critican y no estamos presentes; que se preocupen de verdad por nosotros cuando estamos enfermos; que se nos haga una corrección positiva de las cosas que hacemos mal, en lugar de criticarnos; que nos ayuden en definitiva, cuando estamos necesitados… Por tanto, estas son las cosas que, con humildad y espíritu de servicio, hemos de ser capaces de hacer por los demás.

Lo contrario de la humildad: la soberbia

“Por el orgullo buscamos la superioridad ante los demás. La soberbia consiste en el desordenado amor de la propia excelencia” decía Santo Tomás.

La soberbia es la afirmación desordenada del propio Yo. El hombre humilde, cuando identifica algo no positivo en su vida puede enmendarlo, aunque le duela. El soberbio al no aceptar, o no ver ese defecto, no puede corregirlo, y se queda con él. El soberbio no se conoce o se conoce mal. Su soberbia lo contamina todo. Donde hay un soberbio, todo acaba maltratado: la familia, los amigos, los compañeros de trabajo. El soberbio exige un trato especial porque se cree distinto y entonces, hay que intentar ser siempre cuidadoso evitando herir su susceptibilidad. Su actitud dogmática en las conversaciones, sus intervenciones irónicas -no le importa dejar en mal lugar a los demás por quedar bien él- la tendencia a poner punto final a las conversaciones que surgen con naturalidad, etc., son manifestaciones de algo más profundo: un gran egoísmo que se apodera de la persona cuando el único horizonte de su vida es sólo ella misma.

Hemos de dejar nuestro egoísmo a un lado y descubrir y practicar manifestaciones de humildad que sirvan para ayudar y hacer felices a los demás. Si no luchamos por olvidarnos cada vez más de nosotros mismos, pasaremos una y otra vez al lado de quienes nos rodean y no nos daremos cuenta de que necesitan una palabra de aliento; que valoremos lo que hacen; animarles a ser mejores y en definitiva, ayudarles.

El egoísmo ciega y nos cierra el corazón de los demás. La humildad por el contrario abre constantemente el camino hacia los otros a través de pequeños detalles de servicio. Ese espíritu alegre, de apertura y disponibilidad hacia los demás, es capaz de transformar cualquier realidad por difícil que sea.

La falta de humildad

Se muestra en la susceptibilidad; en querer ser el centro de atención en todas las conversaciones; en la molestia por considerar que a otros se les aprecia más; en sentirnos desplazados o con la creencia de que no nos atienden como merecemos. Los arrogantes hablan continuamente por el placer de oírse a sí mismos y para que los demás les oigan: siempre tienen algo que decir, o algo que corregir a los demás. Se creen el centro del universo. Su imaginación está siempre funcionando, impidiendo de esa manera que su alma crezca.

Con todo, la virtud de la humildad no consiste sólo en rechazar los movimientos de la soberbia, del egoísmo y del orgullo. Quien lucha por ser humilde no busca ni elogios ni alabanzas. La humildad no se manifiesta en el desprecio, sino en el olvido de uno mismo, reconociendo con alegría, que nadie goza de nada que antes no haya recibido.

¿Cómo buscar y encontrar la humildad?

4 pasos fundamentales:

1. Conócete. "Conócete a ti mismo" decían los griegos. La Biblia dice que es necesaria la humildad para ser sabios. Sin embargo, es difícil conocerse. La soberbia, que siempre está presente dentro del hombre, ensombrece la conciencia, disimula los defectos propios, busca continuamente justificación a los fallos y a los errores. No es infrecuente que, ante un hecho claramente negativo, el orgullo se niegue a aceptar que aquella acción haya sido real. De ahí las excusas que llevan a pensar: "no puedo haberlo hecho yo", o bien, "bueno, tampoco es tan negativo”, o incluso, "la culpa es claramente de los demás".

Por ello, es muy útil buscar el defecto personal dominante para poder evitar las peores inclinaciones con más eficacia. También conviene identificar nuestras mejores cualidades -no para envanecerse- sino para ser optimistas y desarrollar las buenas tendencias y virtudes a partir de aquellas.

2. Aceptate. Una vez hemos conseguido un conocimiento personal más o menos profundo de nosotros mismos, viene el segundo escalón de la humildad: aceptar la propia realidad. Resulta difícil aceptarse porque la soberbia se rebela cuando la realidad es negativa o no nos gusta. Aceptarse no es lo mismo que resignarse. Si se acepta con humildad un defecto, error o limitación, sabremos contra qué luchar y entonces, es posible vencerlo. Ya no se camina a ciegas sino que conocemos al enemigo. Pero si no se acepta la realidad, ocurre como en el caso del enfermo que no quiere reconocer su enfermedad: de esa manera no podrá curarse. Sin embargo, sabiendo que hay remedio, se podrá cooperar con los médicos para mejorar. Hay defectos que podemos superar y hay límites naturales que debemos saber aceptar que están ahí.

Es distinto un error que una limitación. Los errores son más fáciles de superar porque suelen ser involuntarios. Una vez descubiertos se pone el remedio y las cosas vuelven al cauce de la verdad. Si el defecto es una limitación, hay que saber aceptarla y a partir de ese momento trabajar para superarla. Sin embargo, sin humildad no se aceptan las propias limitaciones ni pueden superarse. El que no acepta las propias carencias se expone a hacer el ridículo, por ejemplo, hablando de lo que no sabe o alardeando de lo que no es.

Vive según tu conciencia o acabarás pensando como vives. Es decir, si tu vida no es fiel a tu propia conciencia, acabarás cegando tu conciencia con teorías justificadoras pero falsas que harán incoherente tu vida.

3. Olvídate de ti. El orgullo y la soberbia llevan a que el pensamiento y la imaginación giren en torno al propio Yo. Muy pocos llegan al nivel de lograr olvidarse de si. La mayoría de la gente vive pensando en si mismo, sólo centrados en sus problemas. El pensar demasiado en uno mismo se convierte en un vicio: se encuentra un cierto gusto en la lamentación por las propias dificultades e incluso en atraer la atención de los demás por ellas.

El olvido de uno mismo no es lo mismo que indiferencia ante los problemas. Se trata más bien de superar el estar demasiado pendientes de nosotros. En la medida en que se consigue el olvido de sí, se consigue que alcancemos paz y alegría. Es lógico que así sea, pues la mayoría de las preocupaciones provienen de conceder demasiada importancia a nuestros problemas, algunos reales pero otros muchos imaginarios o exagerados. El que consigue el olvido de sí está en el polo opuesto del egoísta que continuamente esta pendiente de lo que le gusta o le disgusta, lo que le conviene o no. Con olvido de si, se puede decir que se consigue un grado aceptable de humildad. Por tanto ese olvido de nosotros mismos nos conduce a un cierto abandono que consiste en algo así como una dejación responsable. Las cosas que ocurren -tristes o alegres- ya no preocupan, solo ocupan. Es lo que algunos llaman fluir con la vida y sin mostrar resistencia.

4. Date. Este es el grado más alto de la humildad, porque más que superar cosas negativas se trata de vivir la caridad, es decir, vivir para dar comprensión y amor a los demás. Si se han subido los tres escalones anteriores: ha mejorado el conocimiento propio, la aceptación de la realidad y la superación del yo como eje de todos los pensamientos e imaginaciones, entonces es el momento de darse a los demás. Si se mata el egoísmo, se puede vivir el amor, porque ambos son totalmente incompatibles entre sí: o el amor mata al egoísmo o el egoísmo mata al amor.

En este cuarto nivel, la humildad y la caridad conducen una a la otra y practicamente se confunden. Una persona humilde -al librarse de las alucinaciones que provoca la soberbia- ya es capaz de amar a los demás por sí mismos, nunca por el interés o el provecho que pueda obtener de su relación con ellos.

Cuando la humildad llega al nivel de darse, se experimenta muchísima más alegría que cuando se busca y se encuentra el placer egoístamente. La persona generosa experimenta siempre, una felicidad interior que es desconocida para el egoísta y el orgulloso.

Por eso es muy importante no hacer nunca nada por rivalidad o por vanagloria, sino con humildad y por amor. Si actuamos así, no veremos -como tantas veces pasa- la paja en el ojo ajeno sin percibir la viga en el propio. Sin humildad las faltas más pequeñas del otro las aumentamos; las mayores faltas propias tendemos a justificarlas o quitarles importancia.

Por el contrario, la humildad nos hace reconocer pronto los errores propios y nuestras carencias. Estaremos en condiciones de ver con comprensión los defectos de los demás y poder ofrecerles y prestarles nuestra ayuda. También estaremos en condiciones de quererles y aceptarlos con todas sus deficiencias, fallos y limitaciones. Entonces ya, sus defectos, no nos importarán.

Y para concluir, como siempre, un par de frases que me gustan sobre la humildad:

“Donde hay soberbia, allí habrá ignorancia; mas donde hay humildad, habrá sabiduría”. (Salomón).
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“Si asumimos una actitud de humildad, crecerán nuestras cualidades”. (Dalai Lama).

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