sábado, 31 de enero de 2009

Humildad (I)

La palabra humildad tiene su origen en la latina humus, tierra; Humilde, en su etimología, significa inclinado hacia la tierra como virtud de realismo, pues consiste en ser conscientes de nuestras limitaciones e insuficiencias y en actuar de acuerdo con tal conciencia. Más exactamente, la humildad es la sabiduría de lo que somos. Es decir, es la sabiduría de aceptar nuestro nivel real de evolución como personas.

Los humildes son personas modestas que no piensan que son mejores o más importantes que otros, aunque esto no tiene nada que ver con experimentar sensación de inferioridad.

Con el valor de la humildad no existe la necesidad de decir o hacer gala de nuestras virtudes ante los demás. Una persona que vive la humildad sabe escuchar y aceptar a todos. Humildad es conocer nuestras cualidades utilizándolas siempre de manera benevolente. Ser humilde es también dejar ser y dejar hacer, reconociendo y entendiendo la forma de vivir de los demás. Por eso, en la medida en que somos humildes, adquirimos grandeza para los otros.

Sólo podemos servir y ayudar sinceramente a lo demás a través de la humildad. Una persona humilde se adapta a todo y a todos y es siempre prudente en sus palabras.

Para ser humilde, debemos conocernos bien a nosotros mismos: ser conscientes de nuestras limitaciones y nuestras carencias y en consecuencia, ser comprensivos y entender las de los demás. Por eso, humildad y paciencia, caminan juntas por la misma senda.

Seamos humildes. No con simulada sencillez, ni falsa modestia, que equivaldrían a rebuscada soberbia, sino con auténtica humanidad. No hay peor soberbia que pretender ser tenido por humilde. El auténtico humilde no sabe que lo es. Nadie parece tan grande como cuando confiesa su pequeñez, ni para nada se necesita más fuerza que para ser humilde. Por ello, la humildad es una escasa virtud bastante difícil de practicar. Tiende a ser una virtud sublime que se predica y de la que a todos les gusta hablar, pero de las menos frecuentes. Humildad y verdad están unidas pues la verdad se busca y se encuentra siempre a través de la humildad.

El humilde ve las cosas como son, lo bueno como bueno, lo malo como malo. En la medida en que un hombre es más humilde crece en él una visión más correcta de la realidad.

Mientras el orgullo y la soberbia nos separan de las personas, la humildad, nos une. No es fácil ser humilde aunque es fácil sentirnos humildes: basta con levantar la vista hacia la bóveda celeste cualquier noche estrellada y admirar el universo en su grandeza. La reflexión inmediata es que sólo somos la infinitésima parte de una mota de polvo en un inmenso e infinito océano sideral.

Humildad sin embargo, no significa desvalorización. Tomar conciencia de las capacidades propias es compatible con la humildad. La persona humilde sabe que puede no haber hecho lo suficiente y siente entonces la responsabilidad de hacer más, y por ende, de superarse. Manteniendo una saludable autoestima no se necesita la alabanza ajena. La vanidad es un desesperado intento de escapar de una percepción de inferioridad o de vacuidad propias.

Quien aprende a ser humilde, logra una vida feliz. Con humildad se desarrolla la capacidad de admitir los errores, y la crítica pasa a ser entendida como una vía de crecimiento. Con humildad es fácil perdonar y apreciar lo que tenemos, pues tomamos conciencia de que todo es un regalo. El poeta León Felipe lo describió muy bien: “Así es mi vida, piedra, como tú; como tú, piedra pequeña; como tú, piedra ligera; como tú, canto que ruedas, por las calzadas, y por las veredas; como tú, guijarro humilde de las carreteras;...”.

La humildad en la Filosofía

La humildad no es una virtud reconocida como tal en todos los sistemas filosóficos. Es más, en algunas corrientes filosóficas se ha cuestionado hasta el punto de considerarla un vicio en la medida en que representaría una debilidad para afirmar el propio ser. Ninguno de los grandes filósofos griegos -Sócrates, Platón, Aristóteles- elogiaron la humildad como una virtud digna de practicarse, ya que nunca llegaron a desarrollar un concepto de Dios lo suficientemente rico para poner de manifiesto la pequeñez del ser humano. En Occidente, es sólo a partir del advenimiento del cristianismo cuando esta virtud llegar a ser considerada el fundamento imprescindible de toda moral cristiana. Para Nietzsche, la humildad no puede significar más que una bajeza, una debilidad de instintos propia de quien actúa inspirado por una moral de esclavos. En su idea del superhombre, no tiene cabida alguna. Sin embargo, la filosofía de Oriente, con un desarrollo espiritual mayor que la de Occidente, nunca dudó en asignarle un papel relevante dentro de las virtudes del sabio. Así, los verdaderos maestros de la sabiduría mística de Oriente ascendieron a sus más altos niveles de conciencia trascendiendo su ego, transformándose en seres universales al fundirse con el río de la vida. Para todos ellos, los primeros peldaños del sendero estuvieron hechos de humildad. La humildad es requisito indispensable del verdadero aprendiz o discípulo, pues mucha de la disciplina de éste deberá estar basada en la conciencia de lo limitado de su conocimiento para -precisamente en razón de esa carencia- buscar activamente llenarse de él, a través de los maestros, de la meditación, del diálogo con sus semejantes o del conocimiento de si mismos. Para estas filosofías, la mente humilde es receptiva por naturaleza y por ello, la mejor dispuesta a escuchar, aprender y aceptar. En el caso opuesto está la mente arrogante que creyendo saberlo todo, se cierra al conocimiento. En esa carencia de conciencia de los límites de su conocimiento, el arrogante construye su ilusión de ser más importante que los demás. Por eso el arrogante, con frecuencia, incurre en la crítica destructiva que sólo le lleva al enfrentamiento inútil.

En cambio, el auténticamente humilde considera que las experiencias de la vida son posibilidades abiertas para aprender más. En su capacidad para comprender, sabe que el camino de la sabiduría es infinito, y por esa razón, no es posible presumir de sabios o eruditos. La humildad como conciencia de nuestra falible esencia, nos facilita la tarea de reconocer nuestros errores, y es el primer paso para mejorar y superarnos. Mientras el soberbio pierde su tiempo criticando o intentando impresionar a los demás, el humilde sigue su camino de progresión personal, sin temer recurrir a la ayuda o a la orientación de quienes están más avanzados en el sendero.

Ser humilde es permitir que cada experiencia te enseñe algo y desde ahí, comenzar a trabajar para que desaparezcan tus miedos y sufrimientos. Por eso, habitualmente se dice que, la vida nos proporciona una larga lección de humildad.

Y para concluir un par de frases:

“Los más generosos acostumbran a ser los más humildes”. René Descartes.

“El secreto de la sabiduría, el poder y el conocimiento es la humildad”. Ernest Hemingway.

domingo, 18 de enero de 2009

Honestidad

La honestidad es una cualidad humana por la que nos comportamos y expresamos con coherencia y sinceridad, y respetando los valores de verdad y justicia. Con honestidad no hay contradicciones ni discrepancias entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace: se dice lo que se piensa y se hace lo que se ha dicho. Nuestro interior y lo que manifestamos al exterior, es idéntico. Esa integridad proporciona claridad y ejemplo a los demás.

La honestidad es lo contrario de la hipocresía o la artificialidad: que es pensar de una manera y actuar de otra. A medio plazo esa impostura se descubre y provoca en los demás, al principio, confusión y después, a la larga, desconfianza y rechazo.

La honestidad es un valor indispensable para que las relaciones humanas se desenvuelvan en un ambiente de confianza y armonía, pues garantiza respaldo, seguridad y credibilidad a las personas. Se necesita honestidad para fortalecer y desarrollar autoestima, sabiduría y estabilidad propias. Las motivaciones egocéntricas, los propósitos ocultos y los sentimientos y hábitos negativos no nos permiten alcanzar una actitud honesta. Tenemos que ser honestos con el corazón y también con la cabeza. De lo contrario, se produce autoengaño o tendencia a mentir a los demás oscureciendo los asuntos con excusas y explicaciones confusas.

No siempre, somos conscientes del grado de honestidad o deshonestidad de nuestros actos: el autoengaño hace que perdamos la perspectiva de la honestidad hacia nosotros mismos, obviando todas aquellas visiones que pudieran alterar nuestra decisión.

Se dice que “el barco de la verdad puede tambalearse, pero nunca se hunde”. El fruto de la honestidad: ser digno de confianza, garantiza que el barco nunca zozobre. Por ello, el valor de la verdad le hace a uno honesto y digno de confianza. Lo mismo que, confiar en los demás proporciona la base y la conexión necesaria para mantener unas buenas relaciones personales. De ahí que sea preciso compartir con honestidad los sentimientos y las motivaciones de cada uno. Cuando hay honestidad y actuamos de corazón, también hay cercanía. Sin estos principios, ni los individuos ni la sociedad pueden funcionar auténticamente bien.

La aplicación personal de la honestidad es útil porque funciona y crece a medida que se ejercita. Hay que ser honesto de manera tan completa y sincera como sea posible en todo momento. Cuando se obtiene la experiencia del éxito siendo honestos, el compromiso con la honestidad e integridad se refuerzan. Ser honesto con el propio ser -verdadero y fiel con nuestros propósitos- nos hace sentirnos bien. Para ello se requiere pureza en las motivaciones y consistencia en el esfuerzo.

Una persona honesta se rige por códigos de conducta respetuosos con la vida. El principal y más importante: no dañar a los demás. Honestidad es también no hacer nunca un mal uso de lo que se nos confía. Cualquier cosa: sentimientos, confidencias, bienes materiales, etc. La persona honesta es grata y estimada; el honesto es bondadoso, amable, correcto, justo, desinteresado y admite que está equivocado, cuando lo está; sus sentimientos son transparentes, su buena autoestima le motiva a ser mejor, no aparenta y en definitiva, se muestra a los demás como quién es. La honestidad garantiza confianza, seguridad, responsabilidad, confidencia, lealtad y en una palabra, integridad. Se vive de forma congruente entre lo que se piensa con nuestro cerebro, lo que se siente con nuestro corazón y lo que se dice y se hace. El valor de la honestidad es visible en cada acción que se realiza. Cuando existe honestidad y limpieza en lo que se hace, hay cercanía y cariño de los demás.

Cómo desarrollar honestidad

1. Siendo personas de palabra: lo que decimos lo cumplimos.

2. Actuando con rectitud de acuerdo con nuestros valores.

3. Diciendo la verdad como actitud de respeto hacia los demás y hacia nosotros mismos.

4. Pensando positivamente.

Cómo ser honestos

1. Siendo sinceros en palabras, comportamientos y afectos. La honestidad consiste en decir la verdad a quien corresponde, de modo oportuno y en el lugar correspondiente.

2. Cumpliendo nuestros compromisos y obligaciones según lo acordado, sin reservas, engaños, excusas o retrasos injustificados.

3. Evitando la murmuración y la crítica de los demás, sin inventar ni exagerar.

4. Guardando discreción y seriedad con las confidencias personales y secretos profesionales.

5. Cuidando la administración de los bienes materiales y los intereses económicos, especialmente si no son propios.

6. Siendo fieles a las promesas dadas y a los compromisos asumidos.

7. Actuando diligentemente y cumpliendo con nuestros deberes y obligaciones, asumiendo siempre nuestra responsabilidad.

8. Aceptando serenamente los errores y faltas cometidos así como sus consecuencias; rectificando y pidiendo disculpas cuando dañamos a otros.

La paradoja de la honestidad y la dificultad de su ejercicio pleno

La honestidad es uno de los valores que más y mejor imagen personal generan, siendo por ello esgrimido como "cualidad" por aquellos que quieren ganarse el favor de otros. Pero la gran contradicción estriba en el hecho de que mientras más se use como una forma de atraer a los demás -como una careta- más deshonesto se es. Y por el contrario, mientras menos se persiga como "carta de presentación", como forma de acercarnos a otros, más se logra. Una falta de honestidad, de veracidad, es aparentar una imagen que no corresponde con la realidad. Por ejemplo, es muy deshonesto aparentar virtudes que no se tienen.

Ser deshonesto es ser falso, injusto, impostado, ficticio, demagogo. La deshonestidad no respeta a la persona en sí misma y busca la sombra, el encubrimiento: es una disposición a vivir en la oscuridad y sobre todo defender el interés individual aún a expensas de los demás. Ser honesto es ser transparente. Para eso es necesario desprenderse de las "máscaras" que el ser humano se pone para defenderse, para ocultar sus inseguridades o miedos. El recelo, la agresividad, las apariencias, son algunas de esas máscaras. Preocuparse excesivamente por “el qué dirán”, justificarse o excusarse continuamente, aparte de mostrar inseguridad en uno mismo, es una clara evidencia de falta de honestidad.

Siendo honestos debo decir que creo que es muy difícil ser honestos siempre en todo momento, con todo el mundo y al cien por cien. Nadie es perfecto y todos, de una u otra manera en alguna ocasión nos mentimos, incluso, a nosotros mismos. Algunos muchísimo a sí mismos. Es hasta cierto punto inevitable: somos humanos y vivimos en sociedad. Como alguien dijo, la educación y en definitiva, la civilización, se asientan sobre cierto grado de hipocresía. Sostener lo contrario, además de irreal, sería deshonesto por mi parte. Quizá por ello, Stephen Vincent Benet sostenía que: “La honestidad es tan rara como un hombre que no se engaña a sí mismo”. Y es que es extremadamente complejo ser siempre y totalmente honesto y no herir sensibilidades diciendo a los demás todo lo que pensamos, sentimos o vivimos. Por eso Thomas Paine dejó escrito que: “El que no se atreve a ofender no puede ser honesto.” Al final quizá sólo nos quede el genial y humorístico sistema que proponía Groucho Marx: “Sólo hay una forma de saber si un hombre es honesto: preguntárselo. Y si responde inmediatamente que "sí" y siempre, entonces sabes que está corrupto”. Es hilarante aunque sirve muy bien para explicar lo que estamos tratando.

Lo que NO es honestidad

No es simple honradez, pues esta es sólo una consecuencia particular de ser honestos y justos y referida a cuestiones materiales.
No es mero reconocimiento de nuestras emociones "así me siento" o "así soy yo”. Es necesario analizar nuestros sentimientos y ordenarlos para nuestro propio bien y el de los demás.
No es ser descarnadamente sinceros. Hay que expresar toda la verdad con las personas adecuadas y en los momentos correctos.
No es sólo y mera transparencia hacia el exterior. La honestidad debe comprender todos nuestros actos, los internos y los que manifestamos hacia afuera.

Hay que tomar la honestidad en serio, ser conscientes de cómo nos afecta cualquier falta de ella por pequeña que sea. Reconocer que es una condición muy importante para las relaciones humanas, para la amistad y para una adecuada vida en sociedad.

A continuación incluyo una declaración que contiene todos los ingredientes de la honestidad. Fue realizada por Mr. P.H. Spaak, Presidente de la Primera Sesión de la Asamblea General de la ONU, celebrada en enero de 1946. Dice así:

“Nuestras deliberaciones deben ser plenas, deben ser minuciosas y deben ser corteses. Los votos que hacemos deben ser libres. Sobre todo es esencial que las decisiones, una vez tomadas, sean aceptadas lealmente y todos hagamos lo mejor para implementarlas en su totalidad”.

Y para acabar, como es mi costumbre, un par de frases sobre honestidad que me gustan especialmente:

“Siempre di lo que sientes y haz lo que piensas”, de Gabriel García Márquez, y,

“Fingimos lo que somos, seamos lo que fingimos”, de Pedro Calderón De La Barca.

sábado, 10 de enero de 2009

Serenidad (II)

En la primera parte del post hablé de lo que es Serenidad. Sin embargo, lo que más nos importa ahora es saber cómo alcanzarla. En definitiva, la pregunta es ¿cómo se practica una actitud de serenidad cuando todos debemos afrontar a diario problemas personales, familiares, laborales, sociales o económicos? Es evidente que toda esa presión nos conduce a un estado opuesto a la serenidad: el nerviosismo, la irritabilidad, el malestar, el enfado. Parece pues imposible que en medio de tantas preocupaciones y contratiempos, podamos conservar la serenidad para resolverlo todo sin caer en la desesperación o afectar a los demás con nuestra impaciencia y mal humor. Antes de responder, profundicemos en las causas que subyacen en la falta de serenidad.

El descontrol mental es el enemigo de la serenidad

Todas nuestras alteraciones emocionales no se deben -como algunos piensan- sólo al padecimiento de experiencias adversas y desagradables sufridas en el pasado. No es lo ocurrido en el pasado lo que nos hace daño, sino la interpretación que realizamos de ello y la manera como lo recordamos y reaccionamos. Es nuestro recuerdo el que nos causa el dolor y sufrimiento que padecemos en el momento presente. (Véase el post sobre Perdón). En consecuencia, el enemigo a combatir está en nuestro interior. Somos nosotros los que en una parte muy importante creamos nuestro malestar psicológico y nuestra realidad, pues aunque las circunstancias puedan contribuir a agravarlo, casi siempre, lo hacen con un papel secundario. Por eso, la solución parte de nosotros: de nuestra manera de enfocar la realidad a través de nuestras creencias muchas veces erróneas y dañinas -los famosos “yo soy así”, “deberían de”, “tengo que”, “por qué no”, “eso es injusto”, “no tengo por qué aceptarlo” etc.).

Cuando intentamos luchar contra nuestras emociones negativas y tratamos de eliminarlas, lo que realmente estamos haciendo es darles fuerza y energía de modo que las hacemos más reales, más patentes y perdurables en nuestra vida. Al combatirlas sólo conseguimos avivarlas. Ese rechazo y la lucha contínua contra ellas nos producen desgaste emocional y sufrimiento. Por el contrario, la aceptación de las situaciones nos libera y da paz mental y espiritual.

Cuanto más nos empeñamos en alcanzar algo de forma obsesiva, más se instala en nosotros la duda de si lo lograremos y con ello, la sensación de ansiedad que es lo opuesto a un estado de serenidad. De hecho, empezamos a sentir ansiedad cuando notamos que estamos empezando a ponernos nerviosos y esto, a su vez, nos provoca mayor ansiedad. Debemos fluir con la vida aceptando y adaptándonos a las cosas que nos da, sin preocuparnos por el futuro. Ojo, digo preocuparnos, no digo no ocuparnos. Son cosas distintas. Preocuparse es obsesionarse por controlar qué ocurrirá y cómo se producirá. Ocuparse es hacer lo posible porque salga bien sin obsesionarse con el resultado.
La vida está llena de cosas buenas y no tan buenas; circunstancias positivas y otras que no lo son y debemos enfocarla considerando que no existen problemas sino oportunidades de crecimiento y de cambio, pero ante todo, debemos saber que nuestros pensamientos provocan nuestras emociones; que estás son las que generan nuestros sentimientos y que estos, a la postre, se proyectan o traducen en actitudes vitales. Jampolsky decía: "No son las demás personas ni las circunstancias las que nos perturban, sino más bien nuestros propios pensamientos y actitudes sobre esas personas y circunstancias las que nos producen inquietud".

La paz con uno mismo y con los demás es hermana gemela del equilibrio mental. Si de verdad deseamos paz, necesariamente habremos de poner fin a las hostilidades, luchas e inquietudes que fatigan nuestro cuerpo y espíritu. El equilibrio personal vendrá siempre de nuestro interior, de la aceptación propia y de la aceptación de los demás. Por el contrario, la intranquilidad y el desasosiego tienen como fuente primordial la lucha que libramos en nuestra propia mente cuando nos proponemos alcanzar a toda costa objetivos irreales o la solución de conflictos irresolubles. Muchas veces hay que saber decir basta y hay que saber perder. Sin embargo, a menudo no lo logramos porque hacemos depender nuestra paz interior, nuestro equilibrio personal, de las actitudes de los demás, de que cambien o hagan lo que nosotros queremos. Deseamos dominar sus vidas y eso, además de muy difícil, no tiene sentido.

Es frecuente que culpabilicemos de nuestro estado de ánimo, depresiones, mal carácter, desidia o desgracia al hecho que, familiares, amigos, compañeros de trabajo, vecinos o conocidos no respondan exactamente con su conducta a las expectativas concretas que teníamos depositadas sobre ellos, o no persigan nuestros objetivos. Perdemos los nervios, nos desequilibramos y atormentamos porque los demás no amoldan su vida y su conducta a la nuestra y por eso, les acusamos de ser la causa de nuestras desdichas y malestar.

Es absurdo hacer depender el equilibrio personal, nuestra felicidad y paz interior, de la conducta de los demás. Porque al proponernos cambiar a otra persona, le estamos otorgando el poder de decidir si disfrutaremos o no de paz y bienestar, pues dependemos de su actitud con nosotros, comportamiento que, lógicamente, no está en nuestras manos gobernar. No existe una pretensión o una actitud más inmadura e infantil que esa. Pese a ello, pocos adultos llegan a comprender que la paz y el equilibrio mental, son siempre un proceso interior, dinámico y particular de cada individuo. Cada persona es quien decide, elige y crea su propio clima interior y exterior –su realidad- precisamente, fomentando en su mente pensamientos de paz, sosiego, serenidad, y bondad.

Si no aceptamos a los demás como son, con sus limitaciones y defectos, damos entrada en nuestro corazón al desasosiego, las lamentaciones y los sentimientos negativos. Cada uno de nosotros se crea sus propios estados depresivos, de frustración, de venganza, de confusión y de ira al imponernos metas inalcanzables o queriendo imponer nuestra voluntad -la que creemos acertada- a los demás. Insisto, son nuestros pensamientos, nuestra forma de ver el mundo y a las personas con las que nos relacionamos, lo que tiene que cambiar a positivo para lograr alcanzar equilibrio y serenidad plena.

¿Cómo puede encontrar cualquiera su propio equilibrio personal y mantenerlo? Con la autoobservación y con la vigilancia interior. Cada vez que te descubras a ti mismo culpando a otros de tus desgracias y problemas, pretendiendo cambiarles para que se amolden a tus deseos y pretensiones, estás produciendo y alentando tu propio malestar. Siempre que dentro de ti, en tu mente o en tu corazón, se produzca una reacción desequilibrada, haz lo posible por serenarte poniendo en práctica ideas de comprensión, perdón y generosidad (Véanse los post´s sobre ellos).

Actitudes mentales que nos impiden alcanzar Serenidad

1. Pensar que los demás son siempre culpables de lo que nos ocurre y que han de ser ellos quienes resuelvan nuestros problemas.

2. Obsesionarnos con encontrar la solución casi de manera inmediata a la aparición del problema. Por lo general todo en la vida requiere de un tiempo de maduración y espera.

3. Tener pensamientos recurrentes y adoptar actitudes repetitivas que siempre nos conducen al mismo lugar. Si algo no funciona, no sigas haciéndolo porque te va a conducir a idéntico resultado. Además, tendrá un elevado coste personal para ti en: ansiedad, enfado y frustración, consumiendo tu energía, tiempo y buen humor.

4. Reaccionar y actuar por impulsos, privando a nuestra inteligencia de la oportunidad de conocer y dilucidar todas las vertientes del problema y sus posibles soluciones.

Actitudes mentales con las que alcanzar Serenidad

1. Debemos intentar cada día entender, que hay cosas que no podemos modificar. Sólo, cada uno de nosotros de manera interna, puede cambiar aceptando con serenidad que a lo largo del camino de nuestra vida nos relacionaremos con personas y situaciones que son como son, que no podemos cambiar y frente a las que no podemos hacer nada.

2. Evitar encerrarnos en nosotros mismos. El apoyo y ayuda de los demás es fundamental para solucionar muchas veces nuestras dificultades. Nuestra familia y amigos de confianza nos pueden ayudar. Tener el punto de vista de otros es siempre enriquecedor pues están fuera del problema y de esa manera pueden verlo y analizarlo con más claridad.

3. Concentrarnos en una labor o actividad. Parece contradictorio pensar en mantener la atención rodeados de tanta tensión y preocupación. Sin embargo, es posible salir de ese estado mental negativo encaminando nuestros esfuerzos o focalizando nuestra atención en realizar nuestro trabajo lo mejor que sepamos. Necesitamos liberar nuestra mente, salir del círculo vicioso y estar en condiciones de analizar las cosas con calma. No existe mejor distracción que el propio trabajo y la actividad productiva. Seguramente todos hemos tenido la experiencia de “distraernos del problema” sin darnos cuenta. Pasa lo mismo después de conciliar un buen sueño reparador. Cuando despertamos, tendemos a estar más lúcios, más frescos y liberados de la ansiedad y el pesimismo más resolutivos. Es entonces cuando, con serenidad, podemos pensar la mejor forma de abordarlo y decidir su mejor solución.

4. Cuidarnos físicamente. Esta observación parece elemental y obvia, pero es que hay personas que se afectan tanto anímicamente que dejan de comer y dormir por las preocupaciones que sufren. Sabemos que las personas se vuelven más irritables ante la falta de alimento y descanso. Por lo tanto, este descuido merma nuestra capacidad de análisis y decisión y nos impide tener serenidad.

5. Dejar de observarnos y victimizarnos por nuestros problemas: ocuparnos menos de nosotros mismos y prestar más atención a lo que necesiten los demás, especialmente aquellos que nos importan. Eso nos distraerá.

6. Reconocer nuestras limitaciones y errores: tratar de corregirlos, sin dramatismo, pero con determinación y confianza.

7. Mantener una actitud optimista para afrontar la vida con decisión y alegría.

8. No dejarse influir o afectar por ciertas pretensiones y actitudes apremiantes o descalificadoras de aquellos que necesitan autoafirmarse en detrimento de nosostros.

9. No responder jamás a provocaciones, ni entrar en discusiones inútiles acerca de la valía personal u otras cuestiones estériles que no conducen a nada.

10. Ser firmes y no aceptar o transigir con aquellas imposiciones arbitrarias o no razonadas de aquellos con los que no estamos de acuerdo.

11. Aceptar la vida tal y como nos viene, con sus dudas, incertidumbres y dificultades: tratando de mejorar aquello que de nosotros dependa y no agobiándonos por dificultades y fracasos ya pasados.

12. No perder el tiempo con quejas inútiles ni caer en la trampa de juzgar, criticar y descalificar a los demás.

La serenidad hace a la persona dueña de sus emociones, adquiriendo fortaleza no sólo para dominarse, sino para soportar y afrontar la adversidad sin afectar el trato y las relaciones con los demás.

Por todo ello, es muy importante tener siempre en mente la llamada Oración de la Esperanza, que encabeza este post y entre cuyas plegarias se incluye una que menciona a la Serenidad:

“DIOS concédeme SERENIDAD para aceptar las cosas que no puedo cambiar, VALOR, para cambiar aquellas que puedo cambiar, y SABIDURÍA para reconocer la diferencia entre unas y otras".

sábado, 3 de enero de 2009

Serenidad (I)

Identificamos serenidad con todo lo apacible y sosegado. Referido a las personas describimos como serenas a aquellas personas que transmiten tranquilidad y paz, que son cordiales y dulces en el trato, y lo más importante, que no se alteran o turban por ninguna circunstancia.

El valor de la serenidad permite mantener un estado de ánimo apacible y sosegado aún en las situaciones más adversas, sin exaltarnos o deprimirnos, encontrando soluciones a través de una reflexión cuidadosa y sin exagerar ni minimizar los problemas.

Cuando las dificultades nos aquejan caemos fácilmente en la desesperación, nos sentimos tristes, irritables, desganados y muchas veces, creemos estar atrapados en un callejón sin salida. A simple vista, el valor de la serenidad parece que sólo debe ser patrimonio moral de aquellos que tienen pocos problemas. En realidad, todos los tenemos, la diferencia radica en la manera de afrontarlos y darles solución.

La serenidad es una sensación de bienestar que parte de nuestro interior y que permite centrarnos en las situaciones que suceden a nuestro alrededor desde una posición de fortaleza y confianza. Las personas serenas piensan siempre antes de decidir y actuar, y no sienten miedo, preocupación o ansiedad por el porvenir. No se condicionan por las experiencias negativas del pasado ni se preocupan por el futuro. Por eso, con la serenidad se vive el presente, se adopta una actitud positiva ante las dificultades y se mantiene un ánimo optimista para la superación de las dificultades. Esto no significa esperar que las cosas pasen o se arreglen por sí solas. Antes al contrario, la actitud serena nos lleva a actuar de acuerdo con lo que cada uno cree mejor para sí, atendiendo a las circunstancias que le rodean y lo que debe afrontar.

Tener serenidad exige disciplina mental personal. Sin embargo, la recompensa es disponer de una herramienta fantástica para enfrentar y superar la adversidad y las pérdidas. Aunque no siempre se tiene la capacidad para mantener la serenidad con respuestas adecuadas a la situación o el momento, lo importante es saber que lo que cuenta es la importancia del presente, del vivir aquí y ahora, con aquello que contamos, y partiendo de un planteamiento fundamental: 1) El pasado no existe: no lo podemos cambiar y 2) El futuro está por venir: no sabemos lo que va a ocurrir.

Ahora bien, serenidad no debe identificarse con indiferencia, complacencia o ignorancia. Muy al contrario, las personas serenas se toman su tiempo, valoran las situaciones, toman decisiones y actúan con base meditada en ellas. Esta actitud facilita la resolución de conflictos y reporta un pensamiento más elaborado –todo lo contrario de lo que es y provoca la ira- Con el pensamiento y la voluntad acude el discernimiento y la solución más apropiada y eficaz.

Por tanto se alcanza serenidad a través de un trabajo en profundidad sobre uno mismo. Una tarea de autoconocimiento y consciencia que desarrollaré con mayor profundidad en la segunda parte de este post.

Es un hecho que en nuestra sociedad se da poco la serenidad porque siempre hay motivos de preocupación. Lo habitual es hablar de angustias, penas y tristezas derivadas de un mundo basado en la competitividad, el consumo y el miedo al futuro por el deseo de intentar a toda costa asegurar nuestra vida. Todo ese control obsesivo de lo que ha de venir es radicalmente contrario a la serenidad. Por eso, las consultas médicas están llenas de pacientes que acuden solicitando remedios para el estrés y la ansiedad que padecen. Todo el mundo parece anhelar algo más de calma, serenidad y tranquilidad de la que habitualmente dispone en su vida. Para la mayoría esa búsqueda es infructuosa porque no conoce los métodos para llegar a encontrarla. Como ya he dicho, para ello es prioritario un planteamiento de inicio: no tener tanto en cuenta el pasado y dejar de preocuparse desmesuradamente por el futuro. El presente debe ser encarado con actitud positiva y optimismo sin vernos afectados o turbados por las dificultades y partiendo de la idea de que todo problema tiene su solución pues por definición, si no fuera así, no existiría el problema. Por eso para alcanzar serenidad hay que aprender a “parar la mente”.

Es la mente la que con frecuencia nos atormenta haciendo mucho ruido en nuestro interior, produciendo contínuos pensamientos de inseguridad, miedo y temor al fracaso. Nos tortura con juicios de valor, sobre nosotros mismos y los demás. Nos genera incesantes pensamientos de deseo, añoranza, nostalgia, frustración, etc. Por eso se hace necesario disciplinarla y ejercer sobre ella cierto autocontrol de nuestros pensamientos. Recordemos que la secuencia es muy clara: pensamientos -> emociones -> estados. Buenos pensamientos = buenos estados y a la inversa.

¿Qué podemos hacer entonces para evitar esas situaciones contrarias a la serenidad? Fundamentalmente distraer nuestra mente haciendo cosas: todo aquello que nos gusta o logre evadirnos. Cada uno aquello que le funcione: ejercicio físico, relacionarse con amigos o personas con las que nos sintamos bien; contacto y comunicación con la naturaleza; compañía de animales domésticos, meditación, lectura o cualquier actividad que a uno le reporte concentración y atención para evitar instalarse en el malestar por lo que ha ocurrido o en el miedo por lo que ha de venir.

Tener serenidad se podría traducir entonces como una nueva visión de las circunstancias y una recuperación de la confianza en la vida. La serenidad es aceptación y confianza, tranquilidad y fe, tanto en uno mismo como en los demás. Aceptación de los demás y de las circunstancias que nos tocan vivir. Y especialmente, aceptación entendida como valoración, agradecimiento, comprensión y encuadre de que, lo que ocurre a nuestro alrededor, es en gran medida producto de nuestros pensamientos, emociones y actitudes. Es decir, vivimos lo que nosotros sentimos y lo que proyectamos al mundo con nuestro comportamiento.

El cambio personal desde las actitudes reactivas hasta las actitudes conscientes, es el camino para convertir una actitud miedosa y alterada de la vida, en una actitud serena, tranquila, de calma y de aceptación.

En ocasiones podemos llegar a la saturación del sufrimiento. Sólo en ese estado, o bien quiebra nuestra salud mental, o bien por fin, sometemos a nuestro sistema de creencias a una revisión y a un cambio que nos haga ser de otra manera, sentir diferente y lograr por fin paz interior. Si fuéramos conscientes de que esa revisión nos puede ayudar, la haríamos inmediatamente todos, pues la serenidad, es uno de los caminos que, bien transitado, más momentos de felicidad nos puede dar. Todos deseamos felicidad. La vida es una perpetua búsqueda de ella y de amor, aunque la mayoría de ocasiones y considerando las situaciones que nos rodean parezca todo lo contrario.

En resumen, la serenidad es una meta que se consigue cuando uno hace una revisión y revaloriza su sistema de creencias. Al hacerlo descubrimos que muchas de nuestras creencias sobre la vida son falsas o no funcionan, muchas de ellas son producto de la educación recibida y de las relaciones personales que hemos tenido. Entonces, uno se hace consciente de que tiene mecanismos de defensa que son contraproducentes pues más que defendernos actúan contra nosotros mismos. Esos mecanismos son en realidad nuestros enemigos y por eso, hay que sustituirlos inmediatamente. Cuando eso ocurre, entonces de repente, uno se encuentra en la calma, en la aceptación y en la confianza básica a través de la consciencia, la sabiduría y la experiencia.

Como nos dice Isabel Salama –psicóloga clínica- los estados de depresión o bajada del estado de ánimo o la euforia que se traducen en una "falsa" subida de dicho estado de ánimo es lo que en psicopatalogía se conoce como actitud ciclotímica. Ambas actitudes, potencialmente observables en todos los seres humanos -y sobre todo en algunos cuya personalidad es ciclotímica- son la antítesis de la serenidad. Esto es tratable psicológicamente, sin embargo, el trastorno extremo emocional de los estados de ánimo es lo que llamaríamos trastorno bipolar, enfermedad psiquiátrica crónica que requiere un tratamiento farmacológico y psicológico de por vida.

Y para acabar esta primera parte un par de frases sobre la serenidad que me gustan especialmente:

“La serenidad no es estar a salvo de la tormenta, sino encontrar la paz en medio de ella”. (Thomas de Kempis).

"Si soy incapaz de lavar los platos con alegría, si quiero terminar pronto para sentarme y tomar el postre, también seré incapaz de disfrutar el sabor de ese postre. Con el tenedor en la mano, pensaré en lo que tengo que hacer después, y su textura, su aroma y el placer de comerlo se perderán. Siempre seré arrastrado hacia el futuro y nunca seré capaz de vivir el momento presente". (Thich Nhat Hanh).

En la segunda parte explicaré con más detalle los mecanismos desencadenantes de la falta de serenidad y las actitudes mentales adecuadas para combatirlos.